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Sigue la guerra imperialista de la OTAN en Ucrania

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            La OTAN tiene formalmente un jefe que es el noruego Jan Stolberg, pero el liderazgo político y militar lo llevan las autoridades estadounidenses.

            La entidad, fundada en 1949 a la salida de la II Guerra Mundial para confrontar con la Unión Soviética, fue expandiéndose hacia el Este, en dirección a Moscú, pese a las promesas en contrario hechas a los entreguistas Gorbachov y Yeltsin tras la caída del Muro de Berlín.

            Hoy la alianza militar tiene 30 países miembros y dos en tren de incorporación, Suecia y Finlandia, que habían sido tradicionalmente neutrales, pero desde el inicio de la operación militar especial de Vladimir Putin en Ucrania decidieron pasarse al lado de EE UU. Si bien el pedido de membresía fue tramitado a toda velocidad en junio pasado en la cumbre de Madrid, aún no terminó porque Turquía y Hungría aún no dieron su aval. Será cuestión de poco tiempo.

            En cambio se demora la admisión de Ucrania, que viene pidiendo pista hace mucho tiempo, por lo menos desde el golpe de Estado de 2014 o “revolución de Maidán”, claramente antirrusa, que derrocó al entonces presidente constitucional. Ese golpe contó con activa participación de la OTAN, la derecha y neonazis, más funcionarios de la administración norteamericana, que financiaron y alentaron esa contrarrevolución.

            Lo hacían porque Ucrania es la más próxima a Rusia y el objetivo de Washington y sus aliados de Bruselas era y es ubicar allí sus tropas, misiles y demás armas para rendir al ex país soviético. Si caía Moscú, con sus reservas energéticas, su enorme territorio y sus arsenales, etc, los socios atlantistas se habrían convertido en dueños del mundo. Creían que así la pulseada con China estaba ganada, sin librarla.

            Y algo muy importante, que fue quedando más claro con las acciones bélicas a lo largo de este año: la propia Europa sería víctima de la maniobra yanqui. Las sanciones contra Rusia cortarían el suministro de gas barato ruso al viejo continente. Y en consecuencia, habría inflación y mayores costos energéticos para Europa, y el resto del mundo. Las empresas norteamericanas suministrarían su gas mucho más caro.

            Por eso la guerra en Ucrania no empezó el 24 de febrero pasado, cuando el presidente ruso ordenó a sus tropas ingresar a Ucrania y desnazificar la zona de las repúblicas populares de Donetsk y Lugansk, en la zona rusòfona del Donbas.

            La guerra en realidad comenzó con el golpe de 2014 y la represión de Kiev sobre aquellas zonas del este y sur del país, donde entre las fuerzas represivas oficiales y los neonazis del Batallón Azov cometieron 14.000 asesinatos. Ese año hubo un alto al fuego y en 2015 se firmaron acuerdos de paz en Minsk, que las autoridades ucranianas nunca respetaron. Lejos de ello, arreciaron en su proyecto de sumarse a la OTAN, pese a la advertencia de Rusia de que eso sería como declararle la guerra.

            No sòlo comenzaron las operaciones rusas ese 24 de febrero sino que tres días después pusieron el alerta total su aparato nuclear. Putin está determinado a no retroceder en Ucrania, incluso ha declarado – pese a que no sería “políticamente correcto”- que estudia dejar de lado la tradicional posición de su país de no ser el que utilice primero un arma nuclear. En otros términos, lo haría si lo agreden más aún y ponen ante esa opción…

            ¿Quién va ganando esa guerra?

            Desde Argentina es difícil saberlo porque el grueso de los medios locales, nutridos por las agencias internacionales de noticias y demás medios proimperialistas, pintan un panorama falso, de constantes derrotas rusas, de masacres cometidas por sus tropas. Y en cambio cantan loas aa nuevas victorias del títere Volodimir Zelensky, considerado por el capitalismo como “el hombre del año” y tapa de Time.

            Esa propaganda mentirosa afirmaba en agosto pasado que Rusia había perdido 51.250 soldados y en noviembre aumentó esa cifra a 96.000, evidentemente mentirosa.

            Otros números sí son creíbles. Por ejemplo, el Departamento de Estado de EE UU admitió que entre febrero y noviembre había puesto 9.900 millones de dólares en armas y apoyo al gobierno de Zelensky.

            En septiembre las tropas ucranianas tomaron varias localidades alrededor de Jarkov, en el noreste de Ucrania. De todos modos las repúblicas de Donetsk y Lugansk siguieron firmes en manos rusas.

            Otra cosa evidente es que la artillería y aviación rusa, más sus drones, algunos de fabricación iraní, según algunos medios, vienen haciendo mucho daño en unidades y depósitos militares ucranianos, y en centrales eléctricas. El objetivo es acentuar la disconformidad popular ante la falta de energía, justamente en medio de un crudo invierno. Por eso Zelensky clama por más ayuda antiaérea y por transformadores eléctricos que Alemania y Francia tratan de brindarle, pero llegan tarde.

            Si Biden creía que Putin iba a caer de rodillas estaba muy equivocado. El petróleo y gas ruso se sigue vendiendo en el mundo, pese a las sanciones de USA y la UE, y se lo comercializa con otras monedas diferentes al dólar. Rusia sigue siendo parte del BRICS con Brasil, India, China y Sudáfrica, con varios países adherentes, en tren de agregarse. Y siguen muy bien las relaciones de Putin con el presidente chino Xi Jinping, que acaba de ser reelecto en el XX Congreso Nacional del PC de China. Ambos han compartido con otros presidentes reuniones de la Organización de Cooperación de Shanghai, de modo que si la OTAN apostaba a meter una cuña entre Rusia y China no lo ha conseguido.

            La única sanción que tuvo pleno efecto contra Rusia fue haberla expulsado del Mundial de Fùtbol de Qatar, según decidió la FIFA con un criterio bien sesgado que extendieron varios gobiernos contra artistas, empresarios y todo lo que oliera a ruso. Con eso no le darán la victoria a Zelensky y el batallón Azov, neonazi. Putin tiene muchas cartas para jugar contra Ucrania, y ahora una más, el invierno.

SERGIO ORTIZ

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