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El fracaso neocolonial y el “eterno castigo de su dignidad”

            El pueblo haitiano arrastra una historia de formidables resistencias y tragedias inducidas. Protagonizó la primera revolución negra, que devino en el primer país independiente de las Américas y el primero del mundo que abolió la esclavitud. Por su libertad tuvo que pagarle a Francia una indemnización dantesca durante un siglo y medio.  Nada de lo que ocurrió en el último siglo escapó a la huella de Washington.

            Haití también fue precursor en tener gobiernos de extrema derecha. Su debilidad institucional se profundizó con la llegada fraudulenta al poder del ultraconservador PHTK en 2011, primero bajo la presidencia de Michel Martelly y después con el empresario bananero Jovenel Moïse. El terremoto de 2010, que dejó más de 200.000 muertos y millones de desplazados, abrió paso al “intervencionismo humanitario” de las ONG que potenció la dependencia foránea.

            Luego de la negativa de Moïse a convocar elecciones, el Congreso tuvo que bajar la persiana en 2020, acelerando una crisis política que tuvo su clímax con el magnicidio de Moïse en julio de 2021 por paramilitares colombianos y estadounidenses. Quedó al mando Ariel Henry, nombrado primer ministro por Moïse dos días antes de su asesinato, con el apoyo de EE UU y Europa. Pero Henry también se quiso quedar en el poder más de la cuenta y ahora terminó cayendo.

            Para este último capítulo entró en escena un factor novedoso: las crecientes bandas criminales como principal actor de poder. Mientras Henry estaba en Kenia negociando el arribo de una misión militar, una alianza de grupos armados desató una feroz ola de violencia: bloquearon el aeropuerto, saquearon puertos, atacaron comisarías y lograron liberar a 3.696 presos. Además, exigieron la renuncia de Henry y amenazaron con una guerra civil.

            La Casa Blanca entendió que la situación era insostenible. Unas horas después de que el secretario de Estado, Anthony Blinken, le reclamara “una transición urgente”, Henry envió desde Puerto Rico un video con su renuncia.

Causas del auge paramilitar

            La mirada generalizada sobre Haití, muchas veces marcada por prejuicios racistas y caricaturescos, suele invisibilizar su larga tradición de resistencia popular. En 2018 se dio una potente insurrección que llegó a movilizar a unas dos millones de personas —en una población de 11,5 millones— contra la disparada del precio de los combustibles y otras medidas impuestas por el recetario del FMI. La revuelta tenía una impronta abiertamente antineoliberal.

            Tremenda efervescencia social no podía ser contenida por una represión clásica, ya que la policía apenas contaba con 7.000 efectivos y las Fuerzas Armadas habían sido disueltas en 1995. Además, acababa de retirarse la última misión militar de la ONU, que ocupó el país entre 2004 y 2017 con tropas de una veintena de países.

            “Las bandas siempre existieron, pero a partir de ese ciclo de movilizaciones comenzaron a crecer y a multiplicarse, con la llegada de ex marines, milicianos, contratistas y armas provenientes de Estados Unidos”, relata a El Salto Henry Boisrolin, coordinador del Comité Democrático Haitiano.

            Según un informe de la Oficina de la ONU contra la Droga y el Delito publicado en 2023, cerca del 80% del armamento de estos grupos armados proviene de Florida. En solo cinco años, Haití pasó de tener una criminalidad relativamente baja a contar con federaciones de pandillas con enorme financiamiento y armadas hasta los dientes. Las cifras de asesinatos, secuestros, robos y violaciones van creciendo año a año: en 2023 se registraron 4.789 homicidios, 119% más que en 2022.

            El terror inoculado por las bandas, que controlan al menos el 60% del territorio metropolitano de la capital, provoca un éxodo constante.

            La explicación de fondo que comparte Boisrolin es contundente: “Estamos viviendo un caos planificado para desarticular la protesta social y el tejido comunitario. El pueblo viene sufriendo el accionar de estos escuadrones de la muerte, que constituyen instrumentos de la élite haitiana y de la comunidad internacional, principalmente de EE UU, para doblegar al movimiento popular, sembrar el terror y evitar otro levantamiento”.

            El modelo de paramilitarización, la tercerización del control territorial en factores de poder no estatales, no es nuevo: en América Latina tiene largos antecedentes en países como México, El Salvador o Colombia, y hoy se expande en silencio por toda la región con el ejemplo más crudo de Ecuador.

            La particularidad en Haití es que pareciera estarse yendo del control de sus creadores. Ahí aparece la controversial figura de Jimmy Chérizier, alias Barbecue, un ex policía hoy devenido en vocero principal de la alianza de pandillas, a quien algunos intentan arropar de un aura casi revolucionaria y otros describen como apenas un mercenario con vocación política.

            La otra singularidad, la más determinante, es que el fenómeno paramilitar en Haití se complementa con un Estado totalmente quebrado y dependiente. En palabras de Boisrolin, “este desgobierno expresa la descomposición del sistema neocolonial”.

            Ante las pocas voces en la “comunidad internacional” que piden una salida con respeto a la soberanía haitiana, y el debilitamiento del movimiento popular producto del despliegue paramilitar, se abre paso una nueva intervención colonial.

            Biden quiere mantener el control de ese enclave geoestratégico en el mar Caribe —cercano a Cuba y Venezuela— pero tercerizando la conducción de la operación, para no pagar los costos políticos traducidos en un eventual voto rechazo de la diáspora haitiana en las elecciones de noviembre.

            Boisrolin concluye: “Hace 30 años que mandan misiones y solo empeoraron las cosas. Violaron, masacraron, manipularon elecciones, nos trajeron el cólera. Nos convirtieron en un país invivible. Por eso creemos que la única salida es recuperar nuestra soberanía y nuestro derecho a la autodeterminación, es decir, encontrar una respuesta haitiana que rompa con este sistema neocolonial”.

            Una vez más cobran vigencia las palabras de Eduardo Galeano cuando describía a Haití como “un país arrojado al basural por eterno castigo de su dignidad”.

Fuente: El Salto Diario.

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